sábado, 28 de marzo de 2015

Jack el Destripador

Si pensamos en el Londres de finales del siglo XIX hay dos nombres que nos vienen a la cabeza: Sherlock Holmes y Jack el Destripador.
 
El asesino más despiadado y sangriento, que conmocionó a la opinión pública y a la élite policial, atacó en 1888 a cinco prostitutas. Hoy su figura sigue siendo un misterio porque no existe un nombre tras ese rastro de cadáveres.
 
 
El Londres de 1888 era la capital de un Imperio que dominaba el mundo, la tecnología y el progreso pero al mismo tiempo, sus barrios estaban llenos de contrastes: desde los más ricos hasta los más paupérrimos plagados de mendigos, parados y prostitutas. Los suburbios más deprimentes se centraban en Whitechapel, nido de delincuentes, borrachos y "mujeres de mala vida" que ofrecían sus servicios por unas pocas monedas.
 
 
Los asesinatos tuvieron lugar en ese barrio. Todo comenzó en una calleja la noche del 30 de agosto de 1888 en el que apareció el cadáver de Mary Ann Nichols, una prostituta, en el suelo. El doctor Lewellyn, forense, escribió en su informe que "el asesino ha seccionado las arterias carótidas con dos cortes de oreja a oreja tan profundos que rozan las vértebras del cuello y dejan la cabeza medio colgando. El corte del abdomen hasta el diafragma debió de ser hecho con un instrumento afilado de mango grueso, como los que usan los cortadores de corcho o con un cuchillo de zapatero". 
 
 
No obstante, Nichols no había sido su primera víctima, sino la segunda. El 7 de agosto, el asesino de Whitechapel ya había actuado matando a otra prostituta, Martha Tabram, aunque como no presentaba el mismo patrón de las lesiones que vendrían después, no fue incluida entre las víctimas de Jack el destripador.
 
El patrón que repetía el asesino era el de asesinar nada más que a mujeres, prostitutas, de noche, en calles solitarias (salvo la quinta víctima que fue asesinada en su casa). El homicida conocía perfectamente las rondas policiales porque ningún agente llegó a atraparle pero su seña más característica era la brutalidad con la que actuaba. 
 
 
A cargo de la inspección se puso al detective Frederick Abberline quien indagó de manera prioritaria entre profesionales duchos en el manejo del cuchillo (carniceros, zapateros...) al asesino pero esa medida no dio los resultados esperados.
 
El asesino envió dos cartas a las autoridades. En la primera, enviada a la misma jefatura de policía y firmada por el autoproclamado "Jack el destripador" expresaba su disgusto hacia las rameras y anunciaba nuevas muertes. En la segunda misiva adjuntaba la mitad del riñón que le extrajo a una de sus víctimas, ya que la otra mitad, aseguraba que se la había comido frita. En el encabezado, se podía leer, en letras rojas, el encabezado "Desde el infierno".
 
 
Por estas fechas, Scotland Yard estaba desbordado. Sólo Whitechapel contaba en 1888 con 80.000 habitantes en el barrio, de las que 1.200 eran prostitutas repartidas en 62 burdeles. El Cuerpo de policía contaba sólo con 15.000 agentes, de los que la mitad estaban inactivos en verano, siempre uniformados y que no podían acudir de incógnito. Se formaron, por tanto, Comisiones de Vigilancia en Whitechapel y otros barrios, organismos civiles creados ex profeso para defender los barrios del asesino en serie. Estas cuadrillas nocturnas montadas por los propios ciudadanos no crearon sino acentuar el pánico que ya había y la sensación de inseguridad llegó a ser insostenible. 
 
 
Hay que tener en cuenta además que a pesar de que Scotland Yard se encontraba entre uno de los cuerpos de policía mejores del mundo, sus métodos se basaban en la intuición de los agentes, en las declaraciones de testigos y que las fotografías sólo se tomaban a los cadáveres y siempre tras las autopsias. Hasta 1905 no se usaron las huellas dactilares para condenar a un acusado y la antropología forense o la toxicología no se aplicaba en la investigación criminal.
 
Como es natural, los periódicos no sólo se hicieron eco de las muertes sumo que seguían con avidez las noticias que se producían con cada nuevo asesinato. Los periodistas sacaban hasta tres ediciones diarias relatando los avances de las investigaciones. 
 
 
La prensa animó a que surgieran decenas de teorías sobre la identidad del asesino porque cuando la investigación se cerró en 1892, cuatro años después de los acontecimientos, no había un sospechoso suficientemente sólido como para ser detenido. Thomas Bond, uno de los forenses del caso, esbozó un perfil criminal del homicida: "Es muy probable que el asesino tenga un aspecto inofensivo, un hombre de mediana edad, bien arreglado y de aire respetable. Posiblemente lleve capa o abrigo, porque si no, la sangre de sus manos y ropas habría llamado la atención".
 
Se barajaron incontables nombres, algunos femeninos, y cada detective tenía sus sospechosos predilectos pero nunca hubo unanimidad sobre uno en concreto. Entre los sospechosos: 
 
  •  William Henry Bury, asesino de una prostituta con la que vivía y que despertó las alarmas de Scotland Yard 
  • Robert Donston Stephenson, un médico ducho en el manejo del bisturí que se involucró demasiado en la investigación y mandó numerosas cartas a los detectives con sugerencias y comentarios.
  • John Druitt, un abogado cuyo cadáver apareció flotando en el Támesis justo tras descubrirse la última víuctina, el 9 de noviembre de 1888. Este fue incluido en la lista porque aparentemente con su suicidio, dejaron de cometerse los crímenes del destripador.
 
Otros sospechosos: En 1976, el periodista Stephen Knight aventuró en su libro "Jack the ripper: the final solution" que las muertes fueron ordenadas por la familia real para que no se supiera que el Príncipe Alberto Víctor, Duque de Clarence, nieto de la reina Victoria, había dejado embarazada a una prostituto en Whitechapel. El brazo ejecutor habría sido el entonces médico de palacio, William Gull. La idea tuvo repercusión pero los historiadores la desechan porque hay sospechas fundadas de que Clarence era homosexual y porque Gull tenía 71 años y estaba casi inválido por una apoplejía.
 
John Morris sostiene en "Jack the ripper: the hand of a woman" que los homicidios se debieron a Lizzie Williams, una galesa rica que mataba mujeres y les extirpaba el útero para vengarse de su esterilidad. Pero el escritor olvida que el asesino debía de vivir en Whitechapel, ya que conocía bien el barrio y que no a todas las víctimas les quitaron el útero.
 
 
Fuese quien fuese, sin avances en la investigación, el caso se cerró finalmente en 1892 y el asesino pasó a mito existiendo hoy en día preguntas aún sin respuesta. 
Para saber más del tema recomendamos:
 
  • www.ripperologist.biz (Revista digital en inglés con artículos y noticias sobre Jack el destripador, el East End de Londres y la Era Victoriana)
  •  www.jack.the-ripper.org (Página muy completa sobre los diferentes aspectos que rodean la figura del famoso asesino)
 
Texto escrito por Janire Rámila. Reportaje íntegro en la Revista "Muy Interesante" Nº390, Noviembre 2013.

martes, 10 de marzo de 2015

El álbum de una elegante

Hoy en día cuando hablamos de álbumes nos imaginamos una colección de fotografías o incluso una colección de cromos. No obstante, en el siglo XIX no había señorita que durante el Romanticismo no tuviera el llamado "álbum de una elegante". Mariano José de Larra incluso escribió un artículo de costumbres publicado en la Revista Mensajero el 3 de mayo de 1835 interesándose por esta nueva moda que tenía a las jóvenes enloquecidas buscando completar su propio álbum.
 
¿En qué consistía? Sin más, era un libro en blanco que poseían las señoritas, con encuadernaciones muy cuidadas (algunas incluso podían incluir las iniciales de su propietaria) y que les permitía a los caballeros escribir en ellos un poema, una alabanza, una partitura de música o plasmar en sus páginas bocetos o dibujos.

Fotografía de la portada extraída del álbum de Aurelia Picatoste de la BNE.
 
La moda, importada de Inglaterra (donde nació) y Francia, hizo furor en el Madrid fernandino e isabelino, es decir, durante todo el Romanticismo. La Biblioteca Nacional alberga bastantes álbumes (de Aurelia Picatoste, Juana García de Agüero...) así como el Museo del Romanticismo (álbum de Tomasa Bretón de los Herreros, Consuelo Morote...).
 
Aunque la mayoría de composiciones estaban realizadas por caballeros, generalmente amigos de la familia, hay alguna pluma femenina como la de la poetisa Carolina Coronado. Así, en estos libros podemos encontrarnos tesoros salidos de la mano de Ramón de Campoamor, Jenaro Pérez Villaamil, el propio Larra, Federico de Madrazo o el Duque de Rivas.
 
Página con dedicatoria de Carolina Coronado. Museo del Romanticismo.
 
Por supuesto, el álbum de una señorita no se completaba en un periodo corto de tiempo, sino que muchas veces se tardaba décadas en llenarse de dedicatorias y honores. Estos "souvenirs", como a veces se les llamaba, estaban en posesión tanto de señoritas solteras como de damas ya casadas y gustaba a sus propietarias, en las reuniones con sus amigas, el enseñarlos para que todas pudieran admirar lo completo que estaba de odas y dedicatorias.
 
Hay que reseñar que aunque eran las bellas mujeres las que poseían en su mayoría estos álbumes, también algunos caballeros se encuentran entre los propietarios de estos compendios de galanterías, práctica que con la llegada del siglo XX fue pasando de moda hasta convertirse en volúmenes de bibliotecas que animamos a rescatar.