domingo, 18 de diciembre de 2016

Veinticuatro horas en la vida de una mujer sensible

Una de las sorpresas de este año ha resultado ser un librito pequeño, de una autora desconocida que encierra una explosión de pasiones que hacía tiempo que no veíamos reflejados en palabras. A la altura de las grandes exaltaciones románticas como “Werther” de Goethe pero sin la maestría literaria del autor alemán, se encuentra “Veinticuatro horas en la ida de una mujer sensible” de Constance de Salm (2011, Editorial Funambulista, PV: 10,45 euros, 163 páginas), publicada en 1824 (aunque escrita 10 años antes).


Se trata, como ocurre con “Las desventuras del joven Werther” de una historia redactada de manera epistolar pero bajo la pluma de una mujer. Consta de 46 cartas redactadas por la narradora en un día, desde la tranquilidad y el amor sosegado que le guarda al caballero hasta las emociones desgarradoras e intensas de cuando ve a la salida de la ópera a éste subido en la calesa con otra mujer. La trama es sencilla pero lo complicado es hilvanar de manera delicada y sutil este tejido de sentimientos por los que toda alma humana ha pasado. Es un retrato penetrante en el corazón y un manual instructivo de todas las etapas (celos, desconfianza, entrega absoluta, ansias de morir, locura, desesperanza, impotencia, inseguridad, remordimientos…). La historia, repleta de sensibilidad, carece de descripciones o personajes de honda psicología. Aquí lo que importa no es la forma, sino el fondo. La autora no se detiene a pincelar a sus protagonistas en sus rasgos físicos o morales sino que profundiza en los más íntimos sentimientos y emociones, algo muy complejo de transcribir y de expresar. La fuerza de las pasiones es lo que impulsa al lector a no detenerse en la lectura, a vivir el martirio de la escritora conforme avanzan las páginas que, al terminar, incluso se le hacen cortas. La novelita tiene algo de suspense que Salm se encarga de resolver al final, lo más anticuado y ficticio para nuestro gusto.

No obstante, la acartonada conclusión no ha de quitarnos el gusto de una novela totalmente hechizante y seductora en la que nos asomamos a las pasiones humanas como en un libro abierto (y nunca mejor dicho). Habrá quien tache estas pasiones de extremas y excesivas, quien critique que el corazón (sobre todo femenino) no se comporta de tal manera pero hemos de tener en cuenta el título (“la vida de una mujer sensible” y la sensibilidad suele estar dominada por los excesos de emoción) y el periodo en el que se escribió, en pleno auge del Romanticismo.
 
 
¿La obra es un aviso moral de aquello que no se debe sentir? ¿es una sátira contra lo que el amor hace padecer y que desplaza a la razón?  No creemos que la intención de la autora fuese ese. ¿Quién no ha sufrido por amor? ¿quién no ha esperado durante horas que parecen eternidades una respuesta que serene? La obra de Constance de Salm no pasa de moda porque mujeres ( y hombres) sensibles siempre hay, del mismo modo que existe un muestrario de alteraciones que se sufre cuando se produce un enamoramiento. El género epistolar sigue vigente como antes aunque en este caso hay una peculiaridad: no hay intercambio de epístolas, pues todas, salvo tres, las dirige la protagonista sin nombre a su amado. En resumen: una novela que hace sentir e impulsar las emociones más escondidas y que se recomienda leer sin pausa, pues las pasiones, como la marea, crece a cada página.

viernes, 2 de diciembre de 2016

Las ejecuciones en el siglo XIX


Es bien sabido que la muerte siempre ha formado parte de la vida y en el siglo XIX, a la alta mortalidad (infantil y adulta) hay que añadir la pena de muerte que se impartía en la mayoría de los países y que era legal para castigar a aquellos condenados por algún delito. No en vano, nos viene a la memoria el famoso poema de José de Espronceda dedicado a un reo de muerte anónimo.
 
Las ejecuciones eran espectáculos públicos en los que el pueblo disfrutaba y que podían congregar incluso a 30.000 personas. Servía como entretenimiento pero los poderes públicos también lo veían como una “lección moral” en la que los espectadores acudían a ver el triste final de un condenado como pena capital por cometer el mal.
 
 
El siglo XIX gozó de muchas ejecuciones memorables (como la de Mary Ann Cotton) que no pasaremos a detallar. Sí que mencionaremos que en este siglo vivió el verdugo que ejerció como tal durante más tiempo. Era inglés, asumió su cargo en la cárcel de Newgate (Londres) durante 45 años (concretamente de 1829 a 1874) en los que llevó a cabo unas 450 ejecuciones y se llamaba William Calcraft. Era común en aquellos tiempos que los ahorcamientos se llevaran a cabo mediante el estrangulamiento pero este método causaba mucho sufrimiento a los condenados, que tardaban varios minutos en morir. Calcraft propuso para ajusticiar a los reos el método de la fractura vertebral, que causaba la ruptura de la médula espinal y por lo tanto, una muerte casi súbita. Para conseguir esto, él mismo tiraba de las piernas de los ejecutados cuando los ahorcaban o se colgaba de sus cuerpos. El escritor Charles Dickens estuvo presente en una de sus ejecuciones y quedó tan horrorizado que escribió una carta a “The Times” para denunciar estas prácticas.
 
 
Finalmente, ante un espectáculo tan atroz, en 1868 Inglaterra prohibió las ejecuciones públicas y Calcraft tuvo que seguir haciéndolas en privado, convirtiéndose así, en toda una leyenda de las ejecuciones del siglo XIX.